El enólogo cirrótico

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   Enrique, llamado familiarmente y por sus amigos Quique, era eso que se conoce como un gran bebedor. Era de esas personas que sin llegar a ser consideradas alcohólicas, es decir, sin estar diagnosoticado como tal, tenían una afición desmedida por todo tipo de bebidas espirituosas y, en especial, por el vino.  De pequeño tuvo su primer contacto con el dulce néctar a través de sus abuelos que, a su cuidado, le administraban sopas de pan mojadas en el líquido morapio. Fue un contacto fugaz pero fructífero ya que pronto, demasiado pronto, sisaba el vino familiar, el que sus padres acumulaban en la bodega de la casa de campo de Arcas, tan solo con seis años de edad. Su madre estaba constantemente preocupada por sus deposiciones, muy  oscuras y Quique soportó numerosas pruebas. Especialmente desagradable y que dejaría una indeleble huella en su inconsciente sería una en la que introducían por su ano un tubo, previas lavativas con pera insufladora que su madre le introducía. Nada ni nadie en aquella época sospechaba de las ingestas de vino a escondidas y, sobre todo de su desmesurada afición que por aquel entonces comenzó a experimentar, bien que siempre en secreto, escondido en las bodegas, mirando a las barricas con ansiedad, la ansiedad de un drogadicto que busca su pico, situaba sus fauces debajo del tapón desenroscable y deleitosamente abría su espíritu al dulce líquido.

  Durante su  precoz e incipiente etapa adolescente trasladó esa manía de bebedor a su vida académica con terribles consecuencias. Sus contínuas borracheras de fin de semana fragmentaban de tal manera sus recuerdos que los lunes, si había examen, apenas acertaba a escribir nada con sentido en el examen. El resto de la semana lo pasaba en estado de excitación, no dormía, su sueño era tan fragmentario que apenas descansaba ni podía concentrarse para su única tarea. Sus resultados alarmaban siempre a sus padres y, sin embargo, bien sea por el débil sistema educativo o por su afición a robar los exámenes en la sala de profesores, cuando, entre clase y clase quedaba esta vacía con los profesores haciendo su ronda, fue poco a poco aprobando las asignaturas, bien que jamás pasaba del cinco raspado o, a lo sumo, el seis.

    Finalizó así el Bachillerato, a trancas y barrancas, con una media exigua que no le daba para mucho, apenas para acceder a ninguna facultad. Pero por aquellos tiempos la universidad estaba necesitada de clientela, cuanta más gente estudiase, mejor. Así, aprovechando que los numeros clausus se relajaron, al año siguiente pudo iniciar estudios de ingeniería que dejó al poco tiempo por la carrera de enología, de nueva implantación en el campus.  Era su destino. No dudó ni un momento durante su etapa escolar que su futuro pasaría por una estrecha vinculación con el mundo de los alcoholes. La biología había sido una de sus asignaturas predilectas, en especial la parte de las formulaciones de la química orgánica. Disfrutaba mucho escribiendo y desarrollando aquellas fórmulas mágicas para él de los compuestos con el grupo hidroxilo. Durante aquella etapa preuniversitaria había perpretado un primer intento  de crear su propio alcohol, su propia destilería lográndose hacer con un alambique casero. El resultado no pudo ser más desastroso para su salud ya que lo único que consiguió destilar fue un producto altamente tóxico que lo tuvo en cama en diversas ocasiones.


   Pero aquellos estudios, aquella sapiencia inconmesurable ( pues ya se sabe que si una materia suscita el interés del alumno este la absorbe inmisericordemente) pronto comenzó a resultar cada día más molesta. No por nada, sino por que su ya castigado hígado comenzó a dar muestras de rebeldía, de un basta ya claro y rotundo. Una mañana en la que despertó de una pesadilla paranoica en la que se estaba ahogando en una gran cuba de vino añejo notó unos fuertes dolores en su bajovientre e intolerables pinchazos, como agujas de gran finura, en la parte derecha de su barriga. Intentó incorporarse pero no pudo hacerlo. Los dolores cólicos se lo impedían y, tratando de pedir ayuda, quedó tumbado allí, solo en su piso de estudiante, del que ya habían salido sus dos compinches de farras y abusos.
   Era un colapso hepático en toda regla, que lo mantuvo al borde de la muerte desde aquel día en que entró en coma. Finalmente, un día de abril, despertó a la vida,  poseedor de un nuevo hígado prestado por la familia de un fallecido, no castigado por años de  vida espirituosa.  La vida ( o la muerte ) le  había concedido una nueva oportunidad.


  Terminó sus estudios  al mismo tiempo que su nuevo-viejo hígado se sumía en una nueva pesadilla cirrótica ya inapelable. Quique no había querido desperdiciar esa nueva oportunidad y había regresado por la puerta grande al mundo de las embriagueces, de los sueños fragmentados por despertares precoces, de las vomitonas evasoras de un mundo circular. Pero si algo no se le podía imputar era de no saber bien de lo que hablaba, de no conocer bien su terreno y fue así como consiguió muy pronto un buen y remunerado trabajo en unas antiguas bodegas de gran producción. Era uno de los mejores y mayores expertos en enología de su promoción, conocía muy bien el mundo del vino, sus vericuetos, sus aromas, sus añadas, sus delicados y fragmentados toques de madera, sus tonalidades diversas al trasluz.


    Comenzó así su breve periplo como enólogo profesional, viajaba a ferias de vino, asombraba a propios y extraños con su sabiduría, era invitado de honor en congresos y seminarios y hasta llegó a coquetear con la docencia universitaria. Pero Enrique perdío aquel tren como acabó por perderlos todos, postrado en el andén del alcoholismo. Un día, antes de levantarse con dificultades para ir a las bodegas, vió una carta que habían deslizado por la puerta de su apartamento. 

  La misiva era espeluznatemente clara: estaba despedido y abochornado. La empresa había descubierto su secreto, ese que jamás pensó que fuera posible de demostrar. Aproximadamente el 3% de la producción mensual no se había evaporado o perdido en los enormes camiones cisterna que transportaban el oscuro líquido destilado, sino que se había deslizado lenta pero irremediablemente en su tracto digestivo. Completamente alcohilazado se fue muriendo poco a poco de una cirrosis hepática fulminante.


  Quiso acabar sus días como vivió, envuelto en el alcohol, bañado en el sagrado néctar de baco, ahogado e inerte en  su vino como el duque de Clarence en la tragedia shakesperiana.  Tras expirar, su derrotado organismo fue preparado tal y como él lo deseó: fue su ultima y correspondida voluntad, una boutade, un esperpento, quizás el capricho de alguien fuera de sus cabales. Un ataúd en forma de cuba de vino, repleto de un suculento caldo de La Manchuela, su favorito, inundaba su cadáver y dejaba ver su rostro enrojecido por el líquido pero, no obstante, con ese desagradable aspecto de máscara de cera. Así se despidió, inundado en alcohol, como quizás hubiese querido haber sido gestado en el saco amniótico de su  madre.


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