Los extraños llegaron al amanecer, irrumpiendo con su presencia en la monótona vida de un pueblecito de la Sierra Norte. Eran cuatro, todos ellos altos, delgados y de tez blanca, y vestían ropas ligeras para las frías temperaturas de la estación sin que un temblor distorsionara sus ademanes pausados. Alemanes dijeron unos; suecos afirmaron otros. Y aunque nadie pudo intercambiar una sola palabra con ninguno de ellos, la comunicación fue fluida gracias al lenguaje universal de los gestos.
Comieron con ganas lo que las ancianas cocinaron para ellos en sus fogones de leña, casi todo productos de la caza acompañados de verduras de temporada; jugaron al dominó con los hombres en el único bar que regentaba el pueblo, aprendiendo con rapidez las complejas tácticas mientras cataban con placer los fuertes licores destilados por el propio dueño,... Incluso asistieron con sobrio porte a la misa de doce para deleite del párroco y de las vecinas más piadosas. Una breve visita a la alcaldesa del pueblo, otra algo más extensa al polideportivo, donde se jugaba un partido de fútbol de Regional Preferente, para terminar en el estudio de Doña Eli, la artista local, que les mostró encantada su modesta obra expuesta con ordenado desorden entre tubos de óleo, botes con pinceles y trapos que rezumaban esencia de trementina.
Con la última luz los extraños emprendieron la marcha. Uno de ellos, el más joven, se llevaba como recuerdo un pequeño dedal plateado con la imagen de la patrona del lugar, intercambiado por un par de piezas de metal que los lugareños identificaron como euros ingleses a pesar de que el listillo del pueblo afirmara rotundo que éstos, aunque europeos, no usaban el euro -¡valiente sinsentido!-, disparate que fue acallado al instante por las mofas de los vecinos congregados para dar cumplida despedida a los visitantes. Tras un último saludo a sus anfitriones, ya meras siluetas que se disolvían como un sueño en el rojo del crepúsculo, el joven observó de nuevo el pequeño tesoro que acunaba entre sus delicadas manos y con cariño lo guardó en el fondo de su bolsa bandolera junto con las anotaciones e imágenes realizadas durante la jornada, consciente de la socarrona mirada que le lanzaban sus compañeros. ¡Que se rieran de él si les venía en gana! El marciano, como buen hijo que era, siempre le llevaría a su madre un souvenir de los encuentros en la tercera fase en los que participaba.
B.A., 2016
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