La escritora

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En su despacho todos conocían su afición y en más de una ocasión le habían hecho críticas de sus textos o nuevas ideas que casi siempre aprovechaba. Él era nuevo, no sabía nada y le resultaba tremendamente atractivo. Le había pillado en más de una ocasión intentando escudriñar a distancia la pantalla de su terminal y supuso que algún compañero capullo le había contado algo.

Esa mañana notó hasta en cuatro ocasiones los intentos del muchacho de observar la pantalla de su ordenador. Se le iluminó la bombilla y aunque nunca antes lo había hecho, empezó a escribir un relato erótico breve y al tiempo que tomaba forma, sentía la conocida humedad en sus bragas y empezar a unir y separar sus piernas de forma involuntaria.

Cuando el resto de compañeros abandonaron la oficina a la hora del café, se levantó y se dirigió al baño de las chicas. El muchacho no perdió un segundo y tras cerrar ella la puerta, se acercó a su mesa y leyó: “estaba tan caliente por tus miradas furtivas que he tenido que escaparme al baño, en cuanto llegue me meteré en la segunda puerta, me quitaré el pantalón y lo dejaré en el suelo. Empezaré a sobarme los pezones que están rabiosos desde hace más de dos horas esperando la hora del café y con mi otra mano, acariciaré mi sexo por encima de la tela de mi braguita blanca. Quiero meter mi mano por debajo de esa tela y sentir mis dedos allí, te lo estás perdiendo…”

 Al entrar en el baño creyó escuchar un gemido, se dirigió a la segunda puerta y agachándose por debajo de ella, comprobó los pantalones y sus largas piernas. Empujó la puerta y mientras se abría y aparecía ante él, se llevó su mano sobre su propia verga apretándola y marcándola en sus pantalones. Estaban frente a frente, deseándose, sobando sus sexos. Ver sus dedos sobre la tela de la braga, notar su humedad, el pliegue que marcaba los labios de su vulva. Ella miraba su mano acariciando toda la longitud de una polla que supuso de buen tamaño.

 No podía más, se abalanzó sobre ella y agarrándola por los muslos la levantó en volandas y la sentó sobre el lavabo. Descendió sin detenerse hasta su sexo, separó la tela y apareció su coño, brillando. Acercó su nariz y se embriagó de su olor a deseo, sacó su lengua muy abierta y le lamió desde abajo hasta arriba, una, dos, tres veces. Miró hacia ella y volvió a ver las ganas en sus ojos y sus manos que torturaban sus pezones. Sacó la lengua como una punta de lanza, apoyó los dos pulgares a cada lado de su coño y los separó presionando hacia afuera y hacia arriba. Su lengua llegó a su clítoris, se disparó. Comenzó a vibrar sobre el centro de su placer tan rápido como sus ansias le permitían, movía la lengua y la cabeza a toda velocidad escuchando la respiración y los gemidos cada vez más intensos de ella.

Ella estaba a punto de correrse, le quería dentro. Le apartó con fuerza y le bajó los pantalones y el bóxer, aquella polla llena de venas, con el glande rojo y húmedo, saltó como un resorte. Le sentó sobre la taza y girándose, se sentó sobre él, agarrando su polla con la mano, acercándola a su coño y cuando el glande estuvo dentro, se sentó con fuerza sobre él, todo aquello dentro de sí. Empezó a saltar sobre él como poseída, le agarraba las tetas y trataba de imitar la presión que antes ejercía sobre sus pezones.

De pronto se quedó quieta, ligeramente elevada sobre él, supo que se iba a correr y empezó a bombearla tan fuerte como podía en aquella postura. Cuando ella gritaba que se corría, notó en su interior las oleadas del semen de su nuevo lector.


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