Cuando decidí venir a vivir a París estaba emocionada. El día que cogí el avión con una maleta de 40kg en cada mano, me sentía como una niña que despierta la mañana de reyes y espera con ilusión el momento en que abrirá la puerta del comedor y se encontrará con todos los juguetes que la aguardan.
No contaba con que, la mayoría de las veces, los regalos son más bonitos envueltos; que una vez abiertos, pierden todo misterio y, con ello, toda ilusión.
Llevaba 80kg de equipaje, muchas ganas de aprender y un corazón agrietado que amenazaba con romperse (*).
Pasaba el verano y yo me dedicaba a recibir visitas y descubrir, incansable, todos los recovecos de la magnífica ciudad.
Aunque me llevaba bien con los compañeros de trabajo, hice unas pocas amigas fuera de él.
Y así fue como perdí mi corazón. Ven al apéro, solo habrá unos amigos del trabajo. Luego nos vamos a cenar tú y yo, me decía Anna. Las convenciones sociales nunca han sido mi fuerte, y menos aún si son en francés. Dudaba. Pero me decidí. Y ya me estaba arrepintiendo de haber ido cuando el chico que había sentado a mi lado se levantó y se fue. Ha ido a buscar a un amigo ahora vuelve. Me daba igual, la verdad. Yo solo quería irme, levantarme de esa mesa llena de gente que hablaba en francés a gritos, que bebía sin parar y que me consideraba atractiva solo por ser española y enfermera.
Pero de repente, pasando por detrás de mí y rodeando la mesa por mi lado, apareció él. Alto, con ricitos rubios, de ojos verdes, piel tostada. Con sonrisa de niño y conversación alegre. Adrien. Se me abrió la boca y se me cerró el estómago.
Y de repente comprendí qué era la famosa vie en rose.
Me costó lo mío convencerlo para que viniera a cenar con Anna, su amigo y conmigo. La cena fue una mezcla de risas, sonrojos (su amigo ni hacía más que dedicarme palabras dulces) y rabia (¡no me gustas tú, cojones! ¡Me gusta tu amigoooo!).
Nos dieron las 12 y la 1 y las 2. Anna cogió la moto para volver a casa. Quedábamos los 3. Qué incómodo Adrien y yo íbamos a la parada de bus noche, así que conseguí dejar al otro pobre muchacho en el taxi, con la promesa de que repetiríamos pronto. Sin embargo, mis esperanzas se habían desvanecido. Su amigo se había dedicado a tirarme la caña durante toda la noche así que ¿qué posibilidad había de que yo lo gustara también a él, que le había limitado a sonreírme benévolamente durante toda la velada?
Cuál fue mi sorpresa cuando, tras despedir el taxi, me cogió de la mano. Mis ojos se agrandaron y el nudo en mi estómago se apretó hasta límites indescriptibles. Paseamos un buen rato cogidos de la mano y charlando, como si fuera lo más normal del mundo. Llegamos al increíble edificio de la Ópera de París, increíblemente iluminado. Daban las tres menos cuarto de la madrugada. No había nadie en la calle. Ahí se separaban nuestros caminos. No quería separarme de él. Y él tampoco parecía tener prisa por separarse de mí porque, poco a poco, me abrazó por la cintura. Pasó sus fuertes brazos a mi alrededor y los apretó hasta tenerme completamente pegada a él. Sentía viva cada célula de mi cuerpo. Nuestros ojos estaban unidos por fuerzas sobrenaturales. Hubiera podido haber una explosión a medio metro de mí. Ni eso hubiera roto la conexión que unía nuestras miradas. Solo una cosa lo hizo: él bajó lentamente la cabeza y posó sus labios sobre los míos. Cerré los ojos. Sentí morir y subir al cielo. Pasé los brazos alrededor de su cuello y le devolví el beso ardientemente.
Y, por primera vez en mi vida, comprendí a qué se refería la gente con la expresión de amor a primera vista.
Lástima que, como todo el mundo sabe, los finales felices son cuentos sin acabar:
(*) Los curiosos interesados en las causas de mi corazón agrietado, pueden volver atrás en el tiempo y leer mi penúltimo post: El último beso.
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