Con solo trece años conocí el odio, y con esa misma edad, acaricié mi garganta con los dedos y lo vomité. Después, pasé los días entre el temor y el refugio de la lectura, cada vez más parecido al espacio que ofrece el cuerpo de una libélula a mi alma. Mis uñas dejaron de existir y en su lugar heridas sangrantes aparecieron. Dedos escamosos y casi transparentes. Por momentos me parecía más a ellas. Asustadiza, pero con la posibilidad de escapar con rápidos aleteos.
El jardín emanaba paz. Solo la naturaleza acallaba el silencio. Ya no temía su sonrisa dura, tan sólida que pareciese tener un ladrillo en la boca. Aquí dentro, sumergida en las aguas mohosas de mi estanque, me sentía segura. Envidiaba a las libélulas. Son hermosas, y su vuelo, perfecto. Me apasionaba tirar pequeñas piedras al estanque para provocar esa nube violeta, una espesa niebla de susurros que llenaba mi soledad. Parecía que sus alas cuchicheaban, aunque a mí me sonaba más a una canción de cuna. Era una de las pocas cosas que me enseñó mi madre antes de morir. Decía que podía cambiarlo todo solo con quererlo, con pensar en ello y que luego actuaría irremediablemente. Su muerte fue mi desdicha, sin embargo, su vida tampoco podría haberla evitado. Ella no predicaba con el ejemplo. No pensaba, amaba.
Él llegó desnudo, como siempre. Su pene hacia cortas sus piernas. No lo pude reconocer fuera de mí y en ese estado de calma tensa. El aroma del puro que se consumía en sus labios afilados delataba su presencia. Me propuse cambiar mi vida, como ellas hacían. Viví meses ahogada, sin respiración en el fondo de ese estanque. Decidí que era el momento de echar el vuelo, de completar la metamorfosis que el inició. De un salto salí del agua. Mi desnudez suscitó una sonrisa juguetona. Le sonreí también. Su miembro empezó a tomar forma y ganar en tamaño. Ahora sí lo reconocí. El odio se hizo más intenso y las ganas de que saliese de mí aún mayor. Me acerqué a él empapada. Mis diminutos pechos rozaron los suyos, perdiéndose en un enjambre de vellos duros y sudados. Me alcé apoyando los pies en la fría piedra que cubría la alberca. Alcancé sus labios y lo besé. Acaricié su cara hasta llegar a la altura del cuello. El acero oxidado penetró en su garganta como si lo clavase en una tarrina de mantequilla. Sentí como la nuez se quebraba en dos mitades. Nunca imaginé que fuese tan fácil. Las minúsculas motas de sangre me convirtieron en una auténtica soldado de guerra. Se tambaleó con la mirada fija en mis ojos pardos. Me aparté y su cuerpo se desplomó sobre los nenúfares que flotaban en el estanque. Conseguí provocar el vuelo de las libélulas, un maravilloso comienzo para mi libertad.
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