La habitación está vacía a pesar de que la llenan unas diez personas. No hay aliento, casi no hay aire para respirar. Es asfixiante la carga emocional que la ocupa. El llanto desgarrado se fue, aunque volverá. Ahora solo es un sonido lastimero, sin fuerza. Con toda seguridad él es el que mejor se encuentra en estos momentos. Fresco y ausente. Descansado y cómodo en ese habitáculo de madera de roble. El resto estamos agotados. Abatidos por la tristeza y el desconsuelo. Sobre todo mi madre. Ella tampoco está. Busca algo con su mirada en el rostro de la familia. No encuentra más que lágrimas y alguna que otra sonrisa descarada pero fugaz. En sus ojos marrones puedo ver reflejada la soledad. Está hueca, como las cuatro paredes grises de la estancia. Me acerco a ella y la beso en la frente. No reacciona. No está. Se marchó con él. Con el tiempo regresará. Me acerco al muro de cristal que separa la placidez de la muerte de la conmoción de la vida. Me detengo antes de tocarlo. En él me veo reflejado y tras de mí, sombras negras. Tras de él, el silencio y palabras vanas adornadas de colores y aromas que solo consigo adivinar. Yo si estoy. La responsabilidad por su ausencia me obliga a ello. Lo acaricio a través del cristal. Tiemblo. Sí, vivo. Ya moriré mañana.
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