–La bola blanca es la negra.
–Y entonces… ¿Cuál es la blanca?
–Él, por supuesto.
El bar del Muerto es un tugurio nada recomendable situado en la zona más deprimida de la ciudad. Recibe el apodo de su rostro cetrino, ojeroso y grasiento, y regenta el local desde hace más de veinte años; un traspaso de su anterior y devoto propietario que lo había inaugurado en la década de los 60 con el nombre de La Capilla, en honor al pequeño retablo dedicado a San José que todavía hoy preside una esquina del deteriorado barrio. Aún puede leerse «La Capilla» en el letrero de la Cruzcampo que custodia la puerta del establecimiento pero ningún parroquiano lo conoce ya por ese nombre, pues lo llaman El Muerto en honor del actual propietario y a su cara de zombi.
Media docena de habituales miran con suspicacia hacia la mesa de billar, atentos al extraño que ha irrumpido en la monotonía hecha de silencios, cerveza derramada y humo de cigarrillo que ninguna ley antitabaco podría eliminar de El Muerto. Había llegado unas horas antes, todo sonrisas y vaharadas de perfume caro, intentando hacerse un hueco entre la hosca clientela a base de pagar rondas. Se veía a leguas que iba hasta arriba de droga y para calentar aún más los ánimos se le antojó jugar al billar. Con la intención de cerrar el día sin problemas, el Muerto decidió hacerse cargo del extraño. Y en eso estaba, enseñándole las reglas del local.
–Estás de broma. ¿No?
–¿Tengo cara de bromear? Él es la bola blanca –y de nuevo señala hacia el tapete verduzco que nunca tuvo tiempos mejores; hacia el pequeño roedor, un hámster ruso para más señas, que devora con ansia una palomita de maíz sentado en el sitio reservado a la bola blanca.
El hámster es una pequeña pelota gris, de patas blancas y una línea más oscura, tan desviada como una carretera secundaria, que le cruza el lomo. Cuando él llegó, obstinado en hacer de bola blanca –que quedó relegada a hacer las funciones de la negra–, la mitad de las bolas del billar ya habían sido sustituidas por otras de distintos tamaños y no necesariamente esféricas, pérdidas mucho tiempo atrás. Nadie sabía de dónde venía ni quién lo había enseñado a jugar, y poco que les importaba; simplemente lo aceptaron como a uno de los suyos. El jugador se limitaba a señalar con el taco el punto al que golpear y hacia allí se lanzaba el pequeño roedor, que desencadenaba con la fuerza de su carrera un tsunami de colores y golpes que se expandía por toda la mesa. Los parroquianos estaban convencidos de que la bola blanca de un billar convencional se movería exactamente de igual forma; y estaban dispuestos a defenderlo ante cualquiera.
–Esas son las reglas del Muerto... Nuestras reglas. ¿Jugamos o no?
* * *
Esta noche ha habido partida de billar en El Muerto. Se juega con las reglas del billar americano Bola 8, con dos peculiaridades: la bola blanca es la negra y un pequeño hámster hace las veces de blanca. Esas son las reglas del Muerto. Borrachos, estafadores, perdedores,… gentuza de la peor calaña, los parroquianos de El Muerto son individuos sin conciencia ni honor que venderían a su madre por una cerveza; miembros de familias desestructuradas o que ellos mismos se encargan de destruir. Mala gente que hace unos instantes saltó como un solo hombre cuando el taco de billar de un extraño golpeó a escasos milímetros del roedor –¡Maldito cabrón tramposo!, apostilló al fallar por tercera vez el tiro–. Ahora su cuerpo se halla tirado de cualquier manera frente a una pequeña capilla dedicada a San José, la sonrisa rota y la fragancia del perfume con el que se embadurnó para salir de marcha solapada por el olor metálico de la sangre, y escrito con buena caligrafía, sobre la página de un periódico deportivo, puede leerse: «No eran sus reglas».
B.A., 2014
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