No sabía ser feliz. Si estaba plácidamente haciendo algo siempre se torturaba con algún pensamiento que le sosegara el alma. Es como si se castigara continuamente por algo que ni ella sabía qué era. Incluso hizo la visita a varios psicólogos para que pudieran remediar ese mal, pero no obtuvo resultado alguno.
Un día encontró el remedio. Acabaría con esa tortura en un abrir y cerrar de venas y mientras lo hacía se vio a ella, con otra cara, otro cuerpo, haciendo lo mismo. En ese mismo instante se dio cuenta de lo que le torturaba: el no haberse perdonado. Tenía una oportunidad para hacerlo, pero era demasiado tarde. Sabía que tendría que recordar en su nueva vida todo lo que le había sucedido en ésta para no acabar igual y seguir con su tortura particular.
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