No parecía que nadie se diera cuenta de lo maravilloso de aquella ciudad. Lo dorado de sus fachadas relucía imponente debajo del gran foco. Por aquel entonces, no cesaba en mi asombro, no podía entender el desinterés del mundo.
Al poco de cumplir la mayoría de edad lo entendí. Desde hacía décadas la lluvia de las maravillas, reales o ficticias, poco importaba, bañaba la tierra, deslumbrando a un público con sed de emoción. Cada ocho horas de trabajo forzado existían períodos de oscuridad, donde el gran foco se apagaba y durante cuatro horas la bóveda del cielo vertía imágenes mágicas, como obsequio por sus infatigables jornadas de trabajo. Algunos las acariciaban, otros las besaban, alguna mujer bailaba a su alrededor, en una ocasión vi un anciano llorar, pero la mayoría se dormían casi de pié admirando semejante belleza. Eran felices en parte, supongo, porque todo carecía de sentido, sólo la lluvia deslumbraba su mentes.
Desde los cinco años mi trabajo se basó en desenterrar las partes de la ciudad de Siam sepultadas por el pasar de los siglos. Siempre me fascinó mi trabajo, me encantaban aquellos días que entre susurros contaban historias de gentes de otras épocas.
Se decía que la ciudad de Siam pertenecía a la edad del día y la noche. Época en la que sus muros de oro brillaban ante una gran bola de fuego suspendida en cielo, la llamaban sol. Esa idea hacia girar mi imaginación, mi infantil cabeza no podía entender qué extraño ser sería capaz de hacer flotar una bola de fuego en el techo del mundo. Me acuerdo que aquellos lejanos días temblando de excitación, sucumbía ante la curiosidad y el miedo, cuando con palabras prohibidas narraban las historia sobre la llegada de las aquellas gentes que con su gran foco ocultaron el sol y la luna.
De pronto, la adolescencia vino a mí cortando el tiempo en dos. Aún recuerdo el último segundo de mi niñez y el primero de mi pubertad. En mis venas la sangré hirvió. Empecé a odiar la vida esclava, pero creo que odié más la indiferencia que me rodeaba. Muchas veces era recriminada por los más ancianos que no cesaban de advertirme que mi curiosidad y subversión serían mi muerte. Pero, poco me importó todo aquello cuando a los trece años, en las labores de excavación, encontré un extraño objeto. Despertó mi interés de inmediato. Era un cuerpo rectangular lleno de hojas que parecían estar unidas entre sí por un lateral, en ellas había un dibujo y extraños garabatos. Lancé fugaz una mirada hacia arriba y con rápido movimiento lo guardé debajo de mi camisa. Nunca lo encontraron. Mi vida cambió por completo en ese momento, vivía por y para aquel descubrimiento. Aprovechaba al máximo los períodos oscuros. Cuando el foco se apagaba las primeras dos horas las pasaba descifrando aquellas extrañas formas. Dormía las dos restantes.
Pasé cinco años de mi vida absorta en mis investigaciones. Cada día dormía menos y estudiaba más. Las largas jornadas de trabajo extenuaban mis pensamientos cada vez lánguidos y traicioneros. Continué sin embargo con inquebrantable voluntad, la única imagen del hallazgo la obsesionaba. En ella se podía ver a una persona, o a dos personas, no estaba segura. Dos cuerpos se unían formando uno sólo. Compartían abdomen y extremidades pero de sus dos cuellos nacían sendas cabezas. Jamás había visto nada igual.
Contaba con dieciocho años cuando los largos años de trabajo dieron forma a los garabatos, cobrando sentido de pronto, permitiéndome descifrar línea a línea su sentido.
El manuscrito rebelaba la vida de aquella gente de dos cabezas. Contaba que en épocas lejanas, supongo que en la edad de la noche y el día, la ciudad se erigía majestuosa rodeada de un frondoso bosque. Los ciudadanos jamás salían y los visitantes nunca entraban. El miedo cohibía al mundo pero era la envidia lo que les movía, anhelaban su riqueza.
Los habitantes de Siam, eran muy conocidos por su coraje. Se decía que el vientre de las mujeres siempre albergaba a dos fetos, que luchaban cuerpo a cuerpo por la vida hasta que en el momento del parto, abrazados, se empujaban, naciendo así juntos, compartiendo para siempre su cuerpo. Su lucha los condicionaba de por vida dotándolos de increíble audacia. Sus dos cabezas, sin embargo, les proporcionaban sabiduría y astucia.
Así pues, la gran guerra estalló, el mundo reclamaba la riqueza y los siameses la paz. La ciudad se preparó para la gran batalla, para ello, limpiaron las murallas haciendo que lucieran impecables. Miles de batallones llegados de todos los rincones del mundo rodearon Siam. Sin embargo, en la dorada ciudad, los habitantes seguían enfrascados en sus rutinas diarias. Esperaban. El ejército del mundo no cejaba en su asombro, aquella insignificante ciudad colmada de arrogancia les lanzaba su burla indiferente. Desconcertados esperaron ellos también. A las doce del mediodía, el dorado muro en perfecta conjunción con el sol lanzó un destello abrasador que atravesó los cuerpos de miles de soldados extranjeros. Lo calcinó todo. No quedó resto de escuadrones, ni de armas. Desaparecieron, también, los bosques y los animales de toda la comarca.
Los siameses apenas celebraron su victoria conscientes de la desaparición de su sustento, por lo que, metiéndose todos en la cúpula pusieron rumbo a otro lugar.
Cerré las hojas con cuidado, lo apreté contra mi pecho, pensé que lo guardaría para siempre. Recuerdo que admiré a esa gente por su valentía y aquel día en la oscuridad tracé un plan. Teníamos el arma, sólo nos faltaba el sol.
Al día siguiente, excitada conté mi plan a mis tres compañeros. Me sorprendí, al ver a los hombres más agitados de lo habitual, continuamente lanzaban fugaces miradas hacia arriba. Me pareció ver que lo sabían. Retrocedí un paso y temblé.
Los tentáculos bajaron del cielo rodeando fuerte mi abdomen. Noté a mis pulmones reclamar oxigeno. Con fuerza constrictora me envolvió, lanzándome a un destino sin vuelta. Perdí el conocimiento.
Me desperté ayer. Estaba tumbada en el suelo, miré alrededor y reí a carcajadas, creo que en el fondo me lo imaginaba, por lo que no me sorprendí.
Seis paredes de oro rodeaban mi cuerpo arrastrando mi mente a una dorada locura.
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