Cada día iba descalza y a obscuras a la cocina, como si un velo impenetrable la defendiera de los miedos nocturnos. Llegaba y tomaba un trago de agua e iba al baño y luego a su cama.
Día tras día, hacia ese recorrido en las frías madrugadas y sorteaba con su mano puertas y esquinas. Tal vez, no encender alguna pequeña luz, evitaba que el reflejo se amontonara en su mente, creando esculturas monstruosas peores a las que se imaginaba tentando el camino.
Esa noche era igual a todas: en el reloj marcaban las tres y doce de la madrugada y ella se dirigía a la cocina. Sorteó la puerta del pasillo y camino recto para saciar su sed. Al terminar de beber, dejó la botella casi vacía en una pequeña mesa y salió de nuevo al salón. Imaginando ya el golpe con la puerta, alargo su mano, pero toco algo más suave y blando que la madera que rodeaba el marco de la puerta: algo que latía y respiraba para su desgracia. Sintió su poder sin acercarse más y sintió tal miedo que evitó que susurrara palabra alguna. Alargó su mano izquierda y encontró el interruptor de la luz y encendió la liberación. Se encontraba a pocos metros de la puerta, alargando su mano al vacío, a una nada inexplicable y sus lágrimas empezaron a brotar
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