Dispara a la cabeza («En manos del destino» Parte 2)

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Deciden cruzar la línea de defensa por su cuadrante sur, la zona menos hostigada hasta el momento. Sienten cómo el desprecio de los soldados destacados perfora los laterales de todoterreno como balas de un francotirador; para ellos no son más que otras dos ratas que abandonan el Titanic mientras la orquesta interpreta los primeros acordes de Nearer, My God, to Thee, a la única luz de un cielo estrellado que contempla con apatía la tragedia humana. El oficial al mando es un cincuentón de mentón afeitado a diario que les da el alto sin mucho entusiasmo. «Nos vamos», se limita a decir Carlos. «No podréis volver», ante lo que el joven se encoge de hombros. El oficial mira a Julia y le dice que le recuerda a su hija, las pupilas desenfocadas durante un segundo, y ante la sorpresa de todos desenfunda con una floritura su arma reglamentaria, para entregársela al joven con la culata por delante. «Cuida de ella –“como yo no supe hacer”, parece que quiere añadir–. Dispara a la cabeza», y se señala con el índice en medio de la frente. Después se desentiende de ellos y ordena la apertura de la barricada.

 

 

Dicen que el frío extremo dificulta su avance, por eso vamos lo más al norte y a la mayor altitud que podamos. Carlos conduce como siempre lo ha hecho, señalando las maniobras, respetuoso de todas las señales que se encuentra a su paso,… sobrepasando apenas el límite de velocidad aunque nadie circule por esas carreteras desde hace casi un mes. Y yo me río de él, desgarrando el pesado silencio que como un telón empolvado ha caído entre nosotros tras la muerte de nuestra duquesa. Y son precisamente esos intermitentes que no avisan a nadie, esos semáforos obstinados en regular un tráfico inexistente hasta que el flujo de energía falle y se vean relegados a meras reliquias del mundo que creímos indestructible en nuestra inmensa soberbia, los que me hacen ver todo lo que hemos perdido en tan poco tiempo, empujados a seguir adelante con el único fin de sobrevivir, pues no creo que haya salvación para la humanidad.

No tengo el optimismo de los héroes de papel que se besan con pasión mientras los cascotes del mundo caen a su alrededor y piensan que mañana será otro día. «No hay destino –decía Sarah Connor–. Sólo existe el que nosotros hacemos…». No me lo creo. Escapamos una vez de un futuro incierto gracias a la protección de mi querida duquesa, y de nuevo nos vemos lanzados a la incertidumbre. No sólo existe un destino, sino que éste es un dios caprichoso que juega con nosotros como lo haría un niño con un grillo; nos arranca las alas y nos echa en una caja de zapatos agujereada donde nos dará de comer si se acuerda. Sólo sigo adelante porque Carlos me necesita; porque la duquesa así lo deseaba. Y de ahí saco las fuerzas para enfrentarme a las criaturas con las que al fin nos topamos, tambaleante línea gris que bloquea el horizonte. Dispara a la cabeza, Carlos. Dispara a la cabeza…

 

B.A., 2014


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