Plática de una tarde de verano

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La penumbra recorre las calles lentamente, mientras el sol se esconde por detrás de los cerros llenos de matorrales secos. Ella, sentada en una de las bancas de piedra grisácea, observa el vaivén de las olas que tímidamente chocan contra la barda del malecón. Sus ojos se esconden detrás de unas gafas obscuras que no permiten observar la mirada fija. Los labios, al parecer inmóviles, se elevan y descienden discretamente con la respiración de esta tarde. Toda ella vestida de negro, medita en silencio, como conversando en un lenguaje secreto con las aguas del puerto frente a ella.

Su silencio parece contagiar a las criaturas alrededor, pues los sonidos de las gaviotas y pelicanos que sobrevuelan en busca de comida parecen desvanecerse en el viento. La gente se aleja, como si la noche venidera los fuera a engullir.

Se frota las manos para alejar un poco el frío, mientras recuerda el sol de otros días cuando no caminaba sola por ese lugar, cuando aprendió a disfrutar de la risa de él como si fuera un vino embriagante y refrescante, cuando sus labios parecían inyectarle vida y quitar el aire a sus pulmones, cuando bastaba saber que él estaba cerca para sentir el latir de la vida.

Las luces se encienden lentamente, una a una, mientras el cielo azul se torna negruzco y una estrella toma al firmamento como propio. Observa a una pareja que camina tomada de la mano, y revive las imágenes de aquel día, cuando la risa terminó y las lágrimas llegaron, cuando dijeron adiós entre palabras agrias y duras, y vuelve a sentir un poco de esa opresión en el pecho que le gritaba que todo se había terminado.

La soledad de vivir la misma vida de antes, en la que no había perdido nada pero en la que se le había escapado todo, se volvió una compañera inmediata. Los amigos y la gente de todos los días seguían ahí, y la vida continuó. Buenos momentos llegaron, pero en los malos días su recuerdo regresaba, y peor aún en los buenos días, porque sin importar cuanto lo quisiera no pudo compartirlos con él.

La abrasiva sensación del silencio e indiferencia que su lejanía originó es ya parte de su piel, sus ojos y su ánimo. Las preguntas incesantes continúan: “¿Pensará en mí?, ¿Se sentirá igual que yo?, Acéptalo, no seas tonta, claro que no…”

Enciende un cigarrillo mientras pelea contra el viento que parece querer evitar que la llama toque al tabaco.

Un mensaje llegó en un día cualquiera, terminando con la pesada rutina. La respuesta a las preguntas que ella no podía dejar de plantearse era un simple: ¿PODEMOS PLATICAR? La emoción es difícil de manejar en un corazón herido, pues hasta los buenos momentos parecen doler. Tardó un poco, después de leer y releer el mensaje, en darse cuenta que era verdad. Finalmente, fijó una hora y un lugar, respiró y envío la respuesta.

Y es así como se explica a sí misma que ha llegado a esa banca de piedra grisácea, comunicándose en silencio con las olas, peleando contra el viento de la noche venidera por encender un cigarrillo que le ayude a pasar la espera y recuperar un poco de calor.

Finalmente, escucha unos pasos, reconoce la silueta, el cabello, los hombros, los ojos. La barba es nueva. Ha llegado y el silencio reina, excepto por el murmullo de las tímidas olas contra la pared de piedra.

“Hola…”

…

“Hola…”

…

Es el momento de hablar.


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