Queso sueco

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Es escalofriante, penoso y hasta inquietante ver cuanta similitud hay entre el  paisaje y mi breve vida transcurrida. Horizonte solitario, invariable y melancólico es lo que distinguen mis ojos, o al menos lo que pueden observar, debido a la nevada que me impide una vista limpia y vasta.

        Teñidos de blanco (pertinente a la época del año y nuestra ubicación geográfica) viajamos entre inmensas montañas desérticas, que me valen de referencia para aumentar aún más mi sentimiento de inferioridad y de cuán insignificante soy yo para este tan vertiginoso y fulminante mundo. Montañas que, doy por hecho, nadie ha visto en ningún tiempo ni lugar, ya que se pierden en las nubes y parecen estrellarse contra el manto gris que nos cubre.

        Pinos ásperos y rugosos me juzgan como nadie lo había hecho jamás y me señalan a mi paso. Estaba seguro que, espectáculo tal, se debía a mi conciencia y mi pasado que todavía me remordían. De no ser así, era una obviedad pensar que mi condición mental aún no había mejorado. Aunque, debo admitir, nunca padecí o sufrí ese tipo de visiones.

        Luego, nada más. Solo el camino frente a nosotros que sinceramente, parece inmortal.

        Nuestra carreta, que viaja lentamente bordeando un precipicio gris e infinito, cruje a cada metro conquistado. Un carro viejo, de madera húmeda, que porta enormes ruedas color cobre y cuenta con un pequeño visor decorado con un Vitro a rombos bordo, como la mejor uva francesa…y verde botella. Esa es la ventana por la cual padezco el paisaje y escucho hablar a mi madre sobre la inmortalidad y la eternidad del espíritu…la fuerza de lo espiritual por sobre lo corporal.

        Yo estoy aquí sentado haciendo oídos sordos a mi madre, con mis ya clásicos tiradores, mi camisa blanca…como el mismo paisaje y los pantalones color café con leche haciendo juego con los zapatos. Mi pelo engominado color negro, como la noche más cerrada, se divide a un costado por un trazo milimétrico y paciente, mis ojos; grandes como los de una lechuza, celestes agrisados y sin ninguna expresión alguna, observan ya abatidos.

        Tengo una discapacidad muy particular. Me  falta un brazo; por eso una de las mangas de mi camisa se encuentra enrollada hasta el hombro y reforzada por un broche para que no deslice ni flamee al más suave de los vientos.

Si, soy manco. Mi enfermedad, de la cual estoy curado, me hacia sentir como si fuese un verdadero manjar; de los mejores de todo el globo, aquellos por los cuales las personas son capaces de perder la razón…que no comen por hambre si no por el solo hecho de saciar su gula. Esa fue la causa por la cual mucho tiempo estuve convencido que las fibras de mis músculos estaban compuestas por riquísimos filamentos de queso…y aunque hoy me parezca ilógico, impensado y absurdo, así fue como perdí mi brazo izquierdo: feta a feta; cuando personas de la más elevada posición social y de un paladar muy fino, acostumbrados a los sabores mas reconfortantes, accedían a degustar una porción de él. Así fue como desapareció.

En mi estado de transe, ya abombado por la espesa nevada, escucho a mi madre murmurarme:

-Hay muchas personas esperando por ti hijo, deseosas de verte.

Sin poder disimular su extraño estado anímico, que ya anteriormente noté que la atragantaba en sus palabras primeras, mirándome fijamente gritó:

-¡Dios! ¿Qué clase de persona has sido? ¿Qué clase de persona eres hijo?...

Mi madre sonaba como si nunca hubiese deseado o confiado en la salud ya óptima de mi mente; fruto de una larga y martirizante rehabilitación.

Luego de un largo…casi interminable silencio, mis labios se separaron, que ya pegados estaban por la sequedad, y en un suspiro dije:

-Hipócrita aquel que deseoso espere por mi llegada; hace ya muchos años me encerraron en aquel centro psiquiátrico y no recuerdo haber conocido rostro alguno en mi pequeño pueblo. Desperdicié más de la mitad de mi vida encerrado en ese húmedo y oscuro lugar.

Mi madre enmudeció; seguramente por el carácter saludable y cuerdo de mi respuesta que obviamente no esperaba.

Así fue el resto del viaje que me trasladaba desde el instituto mental nuevamente hacia mi pueblo: silencioso, nevoso, fastidioso y solitario…aún estando mi siempre ausente madre al lado.

Pronto al pueblo, llamado Kiruna, era ya impresionante y hasta asombroso escuchar el bullicio y algarabía de la gente. Faltaban unos pocos kilómetros para alcanzar nuestro destino, pero podía sentir ya la presencia de la gente agolpada en las calles, gritando mi nombre a viva voz. ¡Simeón Lundqvist! Como si fuese una verdadera persona de renombre, alguien a quien adulan. Adentrando aún mas en las calles pedregosas del poblado, mis ojos no podían creer lo que veían, ya no eran solo gritos (que podían ser tranquilamente alucinaciones de mi aturdido estado debido al viaje) si no que la gente realmente ansiosa esperaba por mi. Las calles atestadas; los hombres con sus sombreros de paño negro…altos, sus pipas…echando humo al viento que los recogía; y sus sonrisas escondidas tímidamente tras los bigotes densos y canosos. Las mujeres, demostrando su delicadeza y elegancia, con sus pómulos rosados, sus pelos recogidos y revoloteado sus pañuelos en señal de bienvenida, sonrojaban alardeando sus labios carmín y una dentadura perfecta.

Cuando descendí de la carreta, luego de una reverencia proveniente de quien la conducía y embriagado de sorpresa, mi madre me invitó a pasar al que sabía ser mi hogar; en donde me esperaban para celebrar mi llegada.

Al entrar a la sala de recepción mis pasos hacían rechinar las maderas del suelo. Una casa completamente de madera, un material oscuro que recubría el piso y las paredes, iluminada solo por algunas débiles velas. El ambiente estaba un poco oscuro, pero pude reconocer a las personas que allí esperaban mi llegada, gracias también a la ayuda de mi madre que me presentó al juez; un hombre de baja estatura y un poco abultado, también al oficial de seguridad, el mejor y más sagaz comerciante y al más sutil y romántico artesano.

Todos sonreían dudosa y cínicamente gracias a mi presencia pero no tenían mucho que decir, se los notaba ansiosos, apresurados. Me invitaron a sentarme en una silla precaria, al borde de una mesa muy extensa y me convidaron una turbia y oscura copa de vino de la cual infantil y desaforadamente bebí. Al cabo de pocos minutos mi cristalizada vista comenzó a pesarme; mi cerebro se adormecía lentamente y mis ojos duplicaban cualquier imagen que se le interponga, así de aturdido me sentí hasta que mi cuerpo no soporto la fatiga y mi cabeza estallo fuertemente contra la tabla.

Desperté. No recordaba cuanto tiempo había permanecido en semejante estado, pero me recompuse algo atontado.

Cuando quise ponerme en pie, descubrí que estaba atado de mis pies y mi único brazo a la mesa extensa, la cual era el único decorado de la habitación.

Lo último que recuerdo de ese oscuro y singular día antes de mi desaparición, son las miradas punzantes y hambrientas de los comensales, pertenecientes a las altas esferas del poblado; que reclamaban voraces…insaciables, una feta más del queso que ellos creían ser dueños. 


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