La tarde había finalizado calurosa, agradable, pero por alguna razón la noche se había vuelto fría e inestable.
Nosotros planeábamos salir a batallar la velada pero, por alguna razón, decidimos bajar a contemplar el mar. El agua estaba un tanto revuelta, pero aún así nos sentamos en la orilla. Miramos el horizonte por horas, sin hablar, hasta que, por alguna razón, sonó el celular de uno de los muchachos.
"Nosotros volvemos en un rato, espérennos acá".
En tan solo unos segundos desaparecieron entre las dunas. Permanecimos unos minutos más allí, hasta que, por alguna razón, el viento se volvió un tanto insoportable. Luego buscamos refugio en la casilla de los salvavidas.
Allí nos encontrábamos, éramos dos mujeres a solas. Nos mirábamos los rostros, no emitíamos palabra. En un instante, por alguna razón, ella se acerco a mí tímidamente. Se sentó de espaldas, delante de mí, entre mis piernas. Apoyó su cabeza en mi pecho y se acurrucó entre mis brazos. La abracé fuerte, sentí su tibio cuerpo contra el mío.
Era tan pequeña y tan frágil. Tan hermosa y tan delicada. Temblaba y se acurrucaba. Mi mente deliraba, mis manos sugerían mil cosas, pero verla tan indefensa me provocaba compasión.
Contemplaba sus piernas entre las mías, era tan perfecta esa imagen. La tomé por el cuello y la bese. Fue un beso eterno. Sus labios eran suaves y pequeños.
Lentamente se dejó llevar, su cuerpo se relajó, tomó mi cuello con sus manos. Se incorporó, intentaba dominarme. Puse mis manos en sus caderas y la aferré a mí, mordí sus labios, le mostré quién mandaba. Eso la enloquecía.
Sus manos se soltaban y buscaban calor, me abrazaban y recorrían. Yo la controlaba, o al menos lo intentaba, no quería que lo nuestro fuese un acto pagano y lujurioso, sólo quería llegar a algún punto cúlmine en mis más oscuros y voraces deseos.
Cuando entendí que ella estaba fuera de mi control, decidí hacerlo (o hacérselo) sin delicadeza. La encerré con mis piernas contra una pared. Sostuve sus manos por las muñecassobre su cabeza.
Intentaba besarme, yo le apartaba mi cara. Repitió esto varias veces hasta que, cansada, relajó su cuerpo y se dejó estar, con un suspiro profundo.
Lentamente comenzó mi ritual. Rocé sus labios con los míos y comencé a besar su cuello, pausada y delicadamente, con algún que otro mordisco de por medio. Acariciaba la parte interna de su pierna con mi rodilla. Subía lentamente. Me mantuve así unos minutos, hasta que pude soltar una de sus manos sin que ella intentara corromperme.
Recorrí su espalda con la yema de mis dedos. Llevaba una falda muy corta que en ese momento se me hacía eterna. Cuando encontré su final, acaricié su muslo, mientras continuaba besando su cuello y su pecho. Solté sus manos, desprendí su blusa, acaricié su abdomen, su pecho, su espalda. La besé, la deseé, cada vez más.
Volví a rozar mi pierna contra la suya, subiendo cada vez más, enloqueciéndola cada vez más. Me deshice de su falda, de su blusa, de toda su ropa.
Todo acabó en el mismo acto lujurioso y pagano que, por alguna razón, yo había querido evitar desde un principio.
Todo acabó. Ella, la noche y yo.
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