Único superviviente.

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Cuando abrió los ojos, encontró un escenario de muerte y desolación. Todo a su alrededor estaba derruido, destrozado. Se levanto con dificultad, haciendo el máximo esfuerzo por incorporarse. Su cuerpo le dolía mucho. Sentía sus músculos agarrotados, sus miembros doloridos. Su cabeza sufría intensos pinchazos desde dentro y un súbito pitido envolvía sus oídos.

 

A su alrededor, se hallaban los restos de la U.S.S Esperanza, la primera nave de clase Omega, diseñada por la NASA con una gran ambición, ser la primera en colonizar un nuevo planeta. El elegido fue VRX-178, en la galaxia Próxima Alfa-Centauri. El planeta tenia las condiciones perfectas para albergar vida. Una atmosfera rica en gases como oxigeno, nitrógeno o hidrogeno, presencia de agua en un 85 %, una gravedad un poco más baja que la de la Tierra pero similar, y sobre todo, presencia de formas de vida orgánica, lo cual indicaba que la posibilidad de albergar vida en el planeta era viable.

 

Los preparativos se iniciaron con rapidez. Se tardó alrededor de cuatro años en construir la Esperanza. La nave resultante media unos 200 metros de longitud, 50 de eslora y 30 de altura. Consistía en una cabina de pilotaje, una amplia sala donde estarían los tubos criogénicos, unos hangares donde se encontrarían todo el material y las provisiones de supervivencia. La nave, alimentada por motores de hidrogeno era capaz de superar la velocidad hipersónica, pero aun con todo tardaría 200 años en llegar a su destino. Mejor eso, que nada.

 

Ahora, aquella maravilla de la tecnología humana yacía despedazada en varios trozos por toda la llanura, envuelta en llamas. Lo observaba estupefacto. Fue uno de lo pocos afortunados que lograron ser seleccionados para formar parte de la expedición a Edén, que fue el nombre con el que llamaron al planeta. La NASA llevo a cabo meticulosos programas de selección, buscando aquellas personas no solo capacitadas para la supervivencia en exoplanetas, sino aquellas genéticamente idóneas para dar generaciones apropiadas para poblar el planeta. Sería un viaje largo y sin retorno, pero no le importaba. Así que ese 24 de Abril de 2096, se metió en el tubo criogénico que lo dejo en un estado de hibernación latente, del cual despertaría 200 años después, una vez llegaran a su destino, gracias a la I.A. de la nave, que además de llevar la nave  y ocuparse de su mantenimiento, tenía como cometido la supervisión de los viajeros aletargados y su posterior despertar.

 

Todo tenía que haber seguido las pautas establecidas: llegada al planeta, entrada en atmosfera, para posterior aterrizaje en  el punto concretado. Un aterrizaje tranquilo y sin serias dificultades, tras lo cual se despertaría a los tripulantes para iniciar la misión. Pero no ocurrió.

 

Se preguntó que pudo pasar para que la nave acabara estrellándose. El choque con un asteroide, radiaciones solares que distorsionaron los sistemas de medición, algún cortocircuito que daño el ordenador de la nave, algún mal funcionamiento del motor. Cientos de hipótesis recorrían su mente, mientras se sentaba sobre una roca y miraba una de las placas de metal, ahora rota y chamuscada, donde se veía el símbolo de la NASA. No tuvo en cuenta un factor: La estupidez humana.

 

Mientras se instalaban los datos que la nave necesitaba para saber la distancia del recorrido y donde aterrizaría. El ordenador manejaba los datos en kilómetros y el programador norteamericano que tenía que indicar el lugar donde aterrizaría, no tradujo las millas a kilómetros, con tan mal infortunio, que al llegar la nave al planeta, pensó que la altitud del objetivo era mayor de lo normal y acabo estrellándose contra la superficie.

 

Y por un pequeño error de paso de datos, la misión más ambiciosa del ser humano al espacio acabó en un terrible desastre que se llevo 199 vidas por delante. Era el único superviviente. Y ahora, en su espalda recaían las esperanzas de la raza humana.


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