Hola, madre.
No me mire así, con esos ojos de muerta.
Aunque ahora, supongo, son los únicos que tiene.
Decía padre que era usted la ramera del pueblo. Yo era muy niño para comprenderlo. Pero ayer, cuando le vi hablar con aquel hombre Entonces lo entendí todo.
Esta mañana cargué bien la escopeta y fui a esperarle a la puerta de la iglesia. Pero pasó la prima, pasaron las vecinas y las turistas estúpidas que se alojan en la casa rural y ni rastro de usted. Ninguna me dirigió la palabra. Yo me escondí debajo de la boina, como hago siempre y azucé a los perros, haciendo como que iba al monte a cazar conejos.
Pero no iba a cazar conejos.
¡Cállese, ya sé que me repito! ¡Usted siempre dice que se avergüenza de mi, que soy un subnormal! ¡Me lo dice siempre que lava los platos! ¡Cállese, le digo!
Bueno, supongo que ahora no tiene sentido mandarla a callar. Pero es que aún oigo su voz, reprochándome el haber nacido. Como si yo tuviera culpa de haber nacido así, poco inteligente.
Pero mire, reprochándome. He aprendido una palabra nueva, una difícil. Bueno, ya la sabía de antes. La asimilé cuando todos me acusaron de haber violado a la chiquilla. Entonces todos me reprocharon el comportamiento.
Pero yo no fui, madre, yo no fui y usted lo sabe. Fue su marido, mi padre, el que lo hizo. Y todos me echaron a mí la culpa, porque era el tonto del pueblo. Usted le permitía muchas cosas a su difunto. Ahora sé porqué. Desde luego que lo sé.
Porque ayer lo vi todo. Vi lo que hizo con el cura. Yo estaba acechando, detrás de la venta de la caseta. Usted le dijo que era un favor para un hombre piadoso y se arrodilló ante él, como si fuera Jesucristo.
Estuve a punto de matarlos a los dos, en aquel momento. Pero no lo hice.
Lo hice hoy. Porque hoy es el día que nací.
Ya usted está descansando, aunque no se lo merece. Y ahora voy a por el cura. Ése sí que va a sufrir.
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