El hombre paseaba por la calle sin dirigirle la mirada en momento alguno, sabiendo que él estaba a su lado y no se despegaría.
Estaba en lo cierto. La mirada de ese perro hacia su dueño, si lo podemos llamar así porque nadie es dueño de nada, era de total rendición, amor incondicional.
Ya estaba acostumbrado al silencio de su dueño. Con solo dirigirle una mirada él sabía lo que le quería decir. Bueno, hasta ese momento.
Un día, como todos, se fueron a pasear. Él, siempre cerca del hombre, sin apartarse en ningún momento. Esta vez su dueño empezó a hablarle, cosa extraña en él. Pero cosa curiosa: no entendía nada de lo que le decía. Es como si de su boca salieran solo ruidos, sin ninguna conexión.
De pronto entendió todo, no por lo que el hombre estaba hablando sino por su mirada. Era de absoluto terror. En ese momento se dio cuenta de una cosa: el paraje por el que caminaban no le parecía familiar, ni siquiera la gente con la que se cruzaban. Era gente extraña, que los miraban con absoluta curiosidad y que les daban la bienvenida. Pero, ¿por qué?
Poco a poco la mirada de terror de su dueño se fue atenuando y empezó a sentirse más tranquilo, más seguro. Todo parecía más familiar, incluso estaban cruzándose con personas que hacía tiempo que no veían, que creían ya muertas...
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