Hace dos meses firmé por un equipo inglés. Dejé el equipo de mis amores, convirtiendo veinticuatro goles en treinta partidos y me uní a las filas del Norwich City. Una semana después de haber firmado, tomé mi vuelo a Londres, donde cogería el bus que me llevaría directo a Norfolk. Una ciudad tranquila, bastante amable pero como la mayoría en Europa, futbolera hasta los huesos.
Mi representante me dijo que la afición ahí es incondicional. No importa si fallas goles, si te expulsan o si tienes un mal partido, ellos no dejarán de apoyarte y brindarte ánimo. Pero lo que no soportan y consideran traición es que cambies de equipo, y ese equipo sea un rival directo. Ya lo sabía porque lo vi en la televisión, los jugadores que se enfrentaban a sus ex-equipos eran abucheados e insultados cada vez que tocaban la pelota. No es que pensara desde ya en cambiar de equipo, pero jamás mi sueño fue hacer toda mi carrera en un equipo chico de Inglaterra. Con suerte, ningún simpatizante del Norwich está leyendo esto.
Luego de instalarme en el que sería mi apartamento. Una modesta habitación que la dirigencia del club puso a mi disposición, tenía que dormir inmediatamente. Uno piensa que el país en el que reside es el peor, mayormente debido al tráfico. Pero jamás imaginaría que sería incluso peor en Inglaterra, un país del primer mundo. El domingo que llegué a Norfolk, mi bus se retrasó dos horas; enviándome a dormir de inmediato. El día siguiente tendría mi primera práctica.
Cuando pisé el césped del Carrow Road por primera vez, no sentí miedo, ni nervios, ni nada por el estilo. Lo que sentía era asombro. Desde el camarín hasta el mismo césped, todo superaba por lejos lo que yo estaba acostumbrado a ver. Si esto era Norwich City, no puedo imaginar lo que sería el Chelsea o el Manchester United. Pero todos esos pensamientos se disolvieron cuando sentí el césped por primera vez. Es cierto, lo había sentido con mis botines, pero no con el rostro. Y es que en el primer entrenamiento, en la primera pelota que tocaba, sentía como levitaba del suelo para caer nuevamente y escuchar la espesa risa de un moreno que parecía medir dos metros desde el suelo, hablando un inglés tan parchado como el balón con el que jugaba en mi infancia. Be careful kid dijo Bassong, el camerunés que era el defensor titular de los Canaries. Sin embargo, era necesario caer para sentir que alguien me ayudaba. Ese alguien era Nathan Redmond, un muchacho de dieciocho años que fue el primero en darme la mano en un país en el que empezaba a sentirme solo.
Al terminar ese duro día de entrenamiento Nathan me invitó a cenar a su casa. Lets have dinner at my place dijo él con una sonrisa que me pareció confiable. Y yo para evitar el martirio de cocinar, acepté sin dudar. Sin embargo el martirio esa noche se presentó al tratar de encontrar su casa. Buscaba algún apartamento con la palabra Redmond en la entrada y no me di cuenta que al iniciar la calle, como él dijo, en la más modesta de las casas se encontraba su hogar.
Esa noche también probé el famoso fish and sticks, el cual consistía en pescado frito y papas fritas. Bastante aburrido, nada comparado con lo que solía comer en el Perú. Lo que más me costaba entender era que ese plato era el preferido para los ingleses. Incluso Garrido y Becchio, los únicos latinoamericanos en el equipo, me confesarían luego que también lo probaron al día siguiente de pisar Inglaterra. Esa noche también sentí el amor de una madre por su hijo. La forma en que Ms. Redmond trataba a su hijo sólo podía recordarme la forma en que me trataba mi madre, de vuelta en Perú.
Fueron las primeras sonrisas en Europa, las primeras charlas, el primer acercamiento a lo que sería una familia europea, cariñosa en un modo poco usual. Pues su cariño no se sentía en el ambiente, no podía percibirse a lo lejos. No era ese afecto latino que nosotros recibimos y damos, era algo más frío, más complejo. Sin embargo, el sentimiento por la camiseta que uno ama, era increíblemente el mismo. Se sentía igual, el mismo calor, la misma pasión que los llevaba a cantar y cantar sin remeras por noventa minutos a diez grados bajo cero. Ese amor que te obliga a apoyar a tu equipo así pierda por goleada, porque ese es el verdadero honor en el fútbol.
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