Ezhel el Cazador

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-Que hermosa criatura... -susurró.

Debía matarla, ese era su deber, aún así lamentaba la pérdida de un ser tan bello. Era cierto que los de su especie no sentían amor, ni compasión, ni por supuesto remordimiento, pero sabían apreciar algo bello, y la extraña criatura que tenía entre sus brazos indudablemente lo era.

A todos los que mataba los consideraba por debajo de su rango, molestias que debían ser eliminadas; así le habían enseñado a pensar. No le disgustaba lo que hacía, pero tampoco disfrutaba con ello, como muchos otros. Nunca sabía por qué debía matarlos y preguntar no era una opción, jamás respondían a sus preguntas. Su trabajo consistía en librarse de ellos, simplemente lo hacía, y punto.

En ocasiones debía matar a simples, inofensivos y molestos humanos, y se seguía preguntando por qué suponían una amenaza. Soportaba sus gritos y lágrimas de impotencia con la fría calma y carácter indiferente propias de los suyos. Realizaba sus encargos limpia y discretamente, aprovechando el sigilo de la noche, tanto, que parecía fundirse con la oscuridad. Atacaba con la eficacia y precisión propias de quien ha sido entrenado, especialmente para ello.

Le acarició suavemente el rostro, su expresión delataba el miedo que sentía en esos momentos, pero él no se inquietó, ni sintió lástima. Le siguió rozando su esbelto cuello, posando sus helados dedos sobre las ardientes venas que emitían incontrolables pulsaciones, mientras la melodía de su frenético corazón irrumpía en la calma de la noche.

Sus grandes ojos violetas enmarcados con gruesas pestañas negras le miraban aterrados, gritando lo que sus labios rojos no decían, sentía su pecho elevándose y bajando, en un rápido frenesí. Siguió mirándola extasiado, como quien admira una obra de arte.

-Por... favor... -logró articular la hembra.

Se estremeció de nuevo al contacto de la fría piel y quiso librarse del agarre. Sujetó firmemente su cintura mientras hundía los dedos en sus lacios cabellos azulados. Guardaban parecidos con el color característico del cielo de la Tierra, salvo que éste tenía un débil matiz verdoso.

Cometió el error de mirarle a los ojos, y como cabía esperar, los desvió rápidamente, aterrada.

-Debo matarte, aunque eso ya lo habrás deducido ¿verdad? -le preguntó.

Ella se limitó a revolverse incómoda.

-¿Qué eres? -lo intentó de nuevo.

Esta vez tampoco contestó sino que bajó la cabeza, evitando mirarle.

-¿Por qué tienes que matarme? -se atrevió a preguntar tras varios segundos en silencio en un susurro apenas audible, con cálida y temblorosa voz.

Parecía tan frágil y delicada entre sus brazos que no era capaz de entender el por qué sus superiores veían en ella una amenaza, ¿pero quién era él para cuestionas sus órdenes? No pensaba incumplirlas, por supuesto, en realidad poco le importaba si vivía o moría, él venía a matarla, debía hacerlo.

-Es mi deber -le contestó con voz férrea.

La soltó y se levantó sin preocuparse por si le hacía algún daño, al fin y al cabo, dentro de unos segundos sería un simple cadáver como tantos otros. Aunque no pasó por alto los sollozos silenciosos y descontrolados, eran débiles y temían a la muerte , y ella la miraba cara a cara.

Prefería librarse de ella lo antes posible, quedarse mucho tiempo es imprudente, se recordó, por lo que le sujetó y alzó su barbilla, obligándola a mirarle a los ojos y en esta ocasión, en cambio, no fue capaz de desviar la mirada.

El tiempo en que se tarda en pestañear es el tiempo en que tardó en morir, rápido, letal y muy, muy eficaz.

Se concedió a si mismo un último vistazo, estaba aún más hermosa que antes, dormida y recostada sobre el níveo suelo, parecía una chiquilla que se había escapado para jugar a la luz de la Luna.

Solo pasaron unos segundos cuando, como siempre ocurría tras haber matado a la presa, el cuerpo se convirtió en niebla y desapareció en la noche.

-¿A dónde irán? -se preguntó en voz alta.

Se quedó mirando fijamente el lugar donde antes había estado el cadáver. <<Qué habrás hecho criatura, para ganarte la ira de los míos>>, y sin rastro de culpa en el rostro, ni remordimiento en la mente ni en el corazón, se marchó, de nuevo sigiloso, tanto, que parecía fundirse en la noche.


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