El domingo se presentó, como es usual, con bastante clientela. La cajera entregaba boletas cada par de minutos y los libreros movían los ojos como camaleones, siguiendo cautelosamente con la vista hasta el libro menos costoso. No había sensores. La tienda era pequeña y colocar sensores significaría sacrificar a un librero. Ellos eran los sensores. Sus ojos eran los sensores.
Era ya mediodía y el sol hacía sentir a la gente como pavos navideños en el horno. Se abanicaban los rostros con el primer pedazo de papel que encontraban a la vista. En la banca de enfrente se veía a una madre lamiendo un helado para que no se desborde por los lados y luego lo compartía con sus dos pequeñas hijas. La escena parecía una vista en Animal Planet o Discovery Channel. Dentro de la librería se encontraba un niño que gritaba cada vez que pasaba una página. Era como una pequeña máquina de mierda programada para joder la vida de los que disfrutan del silencio. Había también una pareja de abuelos mostrándole libros infantiles a su nieto preferido. A su lado un señor regateaba el precio de un libro que quería. Rogaba por un descuento que no le darían.
Pasaban los minutos lentamente y la gente, en su mayoría padres, seguía entrando con sus hijos. En realidad los hijos entraban con sus padres, porque eran ellos los que se abalanzaban como una estampida sin control hacia la sección infantil. Los padres por su parte, se limitaban a preguntar por los precios y a retirarse a los dos segundos, con expresiones que iban entre la resignación, la vergüenza y la impotencia. La mayoría de veces, decirles el precio era como invitarlos a retirarse.
Las niñas del helado terminaron con el mismo y entraron a la librería junto con su madre, una señora de dimensiones deformadas. Tenía la cara brillosa del sudor y llevaba a una cría al final de cada brazo. Siguió de largo hasta el fondo y empezó a ojear la zona infantil.
La cajera seguía recibiendo dinero y embolsando libros. La gente iba y venía, algunos con bolsas que no llevaban antes de entrar, otros quejándose por el precio de los libros. La señora estaba sentada de espaldas sobre la alfombra que cubre la zona infantil con sus dos hijas que cambiaban de páginas sin leerlas siquiera. La tienda estaba repleta. Los libreros apenas y podían responder las preguntas de los clientes. Sin embargo, hasta el momento, ningún libro había salido de la tienda sin haber sido pagado antes.
Luego de varios minutos, la señora decidió que ya era hora de irse y caminó hacia la salida con sus hijas. Sus dimensiones ya no parecían deformes. Miraba a los libreros con cierto temor y arrastraba a sus hijas para que no toquen más libros. Al llegar a la puerta de la tienda una de sus hijas le dijo inocentemente:
- Mami, mami. Te olvidaste de pagar el libro.
La madre volteó y los libreros la miraban con sorpresa. Como esperando a que se arrepienta y devuelva lo que ocultaba. Sin embargo, ninguno le dijo nada mientras la veían acelerar el paso con la espalda extrañamente recta. Era un día más de ventas para ellos. Y era un día más de vida para la Santa Madre.
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