El cortejo fúnebre avanza lentamente entre suspiros y sollozos, y los golpes secos de nudillos pidiendo relevo en el porteo a hombros del pesado féretro. La llegada al cruce de calles donde se hará la rigurosa y emotiva parada, se produce envuelta en un manto de desconsolado silencio, alterado solo por la triste y parsimoniosa plegaria del "simple" del pueblo, que balbucea un pastoso Padrenuestro por la salvación del alma del querido yacente. Familiares, admiradores, compañeros y hasta algún avieso enemigo que ha acudido a otorgarle su definitiva amnistía, observan el ataúd depositado en el suelo del ensanche de las cuatro calles, incrédulos, aún, de que el que hasta ayer mismo gozaba del don de la vida, estuviera allí, dentro de aquel almohadillado estuche de pino.
"Echar las honras al muerto". Así le llamábamos. Y es que la costumbre de velar al difunto en su propia casa, rodeado de cirios encendidos y plañideras de vecindario, permitía este último homenaje que se ha perdido para siempre como forma atávica, genuina y entrañable de dar un sentido 'hasta siempre' al ser querido que se va.
Allí, al inicio de la vereda hacia la eternidad, se sitúa el último contacto del finado con el mundo de los vivos, que morará ya para siempre rodeado de los esbeltos y melancólicos cipreses que apaciguan la necrópolis.
Comentarios
COMENTAR
¿Te ha gustado?. Compártelo en las redes sociales